
This article is the result of a documentary research with theoretical-analytical support, which aims to analyze the phenomenon of parents without authority and manipulative and demanding children.
Por Lorena Ocaña Pérez
Ya sea por ambiciones profesionales o por necesidad económica los padres y madres se ven en la necesidad de trabajar, sin duda los requerimientos laborales de hoy, los obligan a pasar más tiempo fuera de casa, lo que impacta en las relaciones familiares y sobre todo en la relación con los hijos, en los padres y madres que trabajan se crea un conflicto interno, entre la realización profesional o la necesidad de llevar el sustento a casa y el de pasar más tiempo con sus hijos, en el caso de las madres que trabajan el sentimiento es aún peor.
Tradicionalmente las mujeres han tenido a su cargo la crianza y el cuidado de los hijos, situación que no ha cambiado mucho, pese a que cada día son más las madres que trabajan fuera de casa. Las mujeres en México constituyen el 73%, de la fuerza laboral (INEGI, 2019), según la Encuesta Nacional de Ocupación y Empleo (2019), el 70.6% de las madres que trabajan son solteras, de este total el 26.1% tiene de 15 a 29 años de edad, el 52% tienen entre 30 y 49 años de edad y el 21.9% tienen 50 o más años (INEGI, 2019b). Lo que ha provocado que las madres que trabajan desarrollen el síndrome Burnout[1], sintiéndose agobiadas y agotadas tanto física como emocionalmente, lo que hace difícil mantener un equilibrio saludable entre la vida laboral y la vida personal (OMS, 2004).
Estas situaciones provocan sentimientos de culpa por parte de los padres al momento de hacer un balance entre su vida laboral y su vida familiar, el agotamiento y la falta de tiempo provoca en los niños sentimientos de invisibilidad, angustia y finalmente el Síndrome del niño abandonado[2], situación que comienza con actitudes tan simples como poner al niño delante de un televisor para mantenerlo quieto y callado mientras se realizan otras labores, y que gradualmente van derivando en darles cosas materiales (como celulares y tabletas), para mantenerlos fuera de nuestro lugar de descanso o trabajo.
No se pone en duda el amor que se tiene por los hijos, pero se empieza así, sin querer, sin darse cuenta, con una dinámica que provoca en los padres la culpa y el miedo a perder el amor de sus hijos, y la consecuente sobrecompensación; sin embargo el sentimiento de abandono que los niños experimentan es innegable, por lo que recurren en muchas ocasiones a actitudes no deseadas para llamar la atención, entrando en un proceso que si no se detiene a tiempo, provocará profundas secuelas emocionales tanto en unos como en otros; situación que puede generar dos escenarios no deseados: hijos tiranos o hijos dependientes; los hijos tiranos son aquellos que han ido tomando el poder en la familia, ejerciéndolo de manera cruel y abusiva, maltratando a sus hermanos (si los hay), pero más preocupante aún, a sus padres, demandan, exigen, agreden y chantajean; los hijos dependientes no son mejores, se trata de individuos que, han desarrollado un mecanismo mediante el cual se esfuerzan lo mínimo posible, exigiendo y manipulando a los padres a través de actitudes de víctima, y reclamos que hacen sentir culpables a los padres (Chávez, 2008: 62).
El presente artículo es resultado de una investigación de corte documental con sustento teórico-analítico, que tiene por objetivo el análisis del fenómeno de padres sin autoridad y niños manipuladores y demandantes. Considerando que dicho fenómeno se ha visto agudizado en las últimas décadas, se estudiarán las posibles causas, así como las consecuencias que de éste fenómeno derivan. Este trabajo se encuentra estructurado en tres apartados, en el primer apartado se realiza un breve recuento de los antecedentes que han dado origen al fenómeno estudiado, en el segundo apartado se hace un análisis de las causas que originan la falta de autoridad en los padres, el tercer apartado se compone de una proyección de las consecuencias del fenómeno estudiado, tanto en los padres como en los hijos, al final se encuentran las conclusiones derivadas del presente trabajo.

Imagen tomada de www.papageno.es
Los hijos de una generación en transición, la generación de cristal
La familia, como institución fundamental de la sociedad, ha ido cambiando a lo largo del tiempo, hablar de las familias a principios del siglo XX es hablar de modelos de familias así llamadas tradicionales, basada en principios sociales y religiosos que estaban dirigidos a las funciones reproductivas, protectoras y educativas, en ellas la mujer permanecía en casa, al cuidado de los hijos y el hogar, mientras que el hombre laboraba fuera de casa para llevar el sustento del hogar. La disciplina era casi totalmente parental, es decir el padre era el cabeza de familia y el responsable de mantener la disciplina con los hijos hasta su independencia y consecuente salida del hogar, mientras que la madre mantenía el orden y la disciplina en ausencia del padre (Gutiérrez, Díaz y Román, 2016).
Este modelo tradicional de familia predominó hasta mediados de la década de los sesenta, en la que se vivieron movimientos y revoluciones sociales importantes, las mujeres comenzaron a formar parte de la actividad económica, los niños comenzaron a asistir los seis años obligatorios de escuela; y pese a que aún predominaba el autoritarismo paternal, la permisividad se iba extendiendo paulatinamente en la sociedad mexicana (Fernández y Vázquez, 2017). Para esta década el surgimiento de movimientos contraculturales como los denominados pachucos, rebeldes y hippies, trajo consigo choques constantes ante una autoridad que se consideraba pasada de moda, retrograda y extremista, la liberación femenina y sexual, comenzó a fracturar la estructura de la familia, dándose un aumento de familias monoparentales, especialmente de madre solteras, familias modulares y extendidas (Mora, 2018) (Sampere y Corazón, 2014).
Los jóvenes que rechazaron toda autoridad en la década de los 60 y 70, se convirtieron en los padres de la generación siguiente, la de los jóvenes sin guía, sin reglas, sin disciplina y sin estructura, que buscando el norte de su vida se volcaron a los barrios, a los cholos y las bandas, donde la violencia tomo la forma de expresión de esta generación, (Rodríguez, Rodríguez y Barrera, 2011). A estos niños que crecieron sin dirección, inseguros y temerosos, les resultó más que imposible lidiar con el rechazo, creciendo con relaciones tóxicas y tormentosas como un ejemplo de interacción emocional. Son ellos precisamente de quienes nos ocuparemos en este trabajo, la generación que vivió la revolución tecnológica, la globalización y el nacimiento del internet; pero que también vivió crisis y devaluaciones, las migraciones, la violencia y la intolerancia.
La generación que creció entre la década de los 80s y los 90s en México, formó su carácter en dos direcciones: los que tuvieron que crecer en medio de carencias económicas, dentro de familias de bajos o escasos recursos, los que maduraron pronto y a la fuerza: los que pertenecían a familias de nivel socio económico medio y medio alto vivieron con menos miedo al futuro, con menos preocupación por el devenir profesional o económico (Chirinos, 2009), pero en ambos casos vivieron la desfragmentación de la familia tradicional, las burlas por ser hijos de madres o padre solteros, la sensación de falta de cariño por parte de los padres, por ausencia o por limitaciones emocionales, pero al final crecieron sintiendo una enorme carencia de atención y amor.
Estas carencias, forjaron a la generación actual de padres que tomaron como bandera y estandarte la frase “para que mis hijos tengan lo que yo no tuve”, que para su desgracia se ha convertido en una soga que los está asfixiando lentamente. En este afán de ser los mejores padres han perdido –o han ido cediendo-, la autoridad, el control y hasta su identidad; los padres se han convertido en proveedores, en compañeros de casa, e incluso en alcahuetes de sus hijos en el afán de evitarles sufrimiento, o frustración alguna; creando niños que no pueden manejar la frustración, incapaces de asimilar los fallos de su carácter y sobre todo intolerantes a la crítica, sea constructiva o no.
Algunos padres han ido más allá, y han evitado a toda costa madurar y asumir su rol de adulto responsable para seguir siendo adolescentes, independientemente de su edad cronológica, no quieren asumir su papel de padres sino que pretenden ser amigos de sus hijos, y hasta de sus nietos como si fuera Peter Pan[3], los hijos de esta generación han crecido bajo los principios de la gratificación inmediata, la autocomplacencia y el egoísmo; estos niños que hoy carecen de toda disciplina, que tienen a los padres para resolverles la vida y evitarles cualquier frustración por pequeña que sea es la generación de cristal, la que se quiebra ante la presión de la vida real, la que se agita y hace berrinche lo mismo en casa que en la escuela, la que se considera dueño absoluto de la verdad y la razón, pero que tampoco ha desarrollado la autoestima que trae consigo la satisfacción de un trabajo bien hecho, de un aprendizaje por el propio esfuerzo o del regalo conseguido con los propios recursos.
¿El desamor es el costo de la disciplina? El miedo y la manipulación
Actualmente vivimos con miedo, al futuro, a la delincuencia, al cambio climático, a las pandemias, etc. pero este temor ha llegado hasta el seno mismo de la sociedad, los padres tienen miedo; a ser malos padres, a no ser o hacer suficiente para sus hijos, pero lo más preocupante es que tienen miedo de sus propios hijos, a sus berrinches, a traumarlos, y sobre todo a perder su afecto, pero, ¿Es el miedo de los padres a perder el amor de sus hijos, una justificación para su falta de disciplina?, de ninguna manera, pero han sido los propios padres los que han ido cediendo cada vez más poder a sus hijos, quedando indefensos y sin ver una salida.
La culpa se ha convertido en un sentimiento constante en los padres, es un sentimiento intenso que nos provoca molestia, sensación de ahogo e incomodidad, que en la relación padres-hijos, resulta peligrosa pues para tratar de evitar este sentimiento podemos cometer mayores errores. Los hijos que son educados por padres culpígenos se convertirán en seres débiles, dependientes, tiranos y en resumen en hijos sobreprotegidos, cuyos padres les dejarán hacer lo que quieran sin poner límites, solucionándoles cualquier problema y hasta permitirles el maltrato físico o verbal (Chávez, 2008).
Los padres han olvidado que las vivencias, buenas o malas, forman el carácter de una persona, pero que depende también de cómo las enfrentamos. En su afán de evitarles la frustración y los traumas a sus retoños, se anestesian, no recuerdan que el hecho de no recibir de inmediato el regalo deseado, sino esforzarse por él, ya sea realizando trabajos para ganar dinero o esforzarse más en un examen para pasar de año, nos hizo conscientes de que la recompensa debe ser proporcional al esfuerzo. También parecen olvidar que la negativa de un permiso para salir, o para hacer algo que queríamos, pero no necesariamente necesitábamos, nos permitió lidiar con la frustración, entender que en el mundo real las cosas no siempre resultan como queremos y que está bien, porque al final no podemos quedarnos llorando por un proyecto frustrado.
Y dentro de esta vorágine de culpas y emociones no resueltas de los padres, los hijos se dan cuenta del poder que van obteniendo, desde pequeños descubren que el llanto, los gritos y las amenazas pueden conseguirles todo lo que desean, incluso lo que ni siquiera han pedido. Las frases más temidas por los padres se convierten en armas, que tristemente no solo dañan a los padres, sino también a los hijos:
- ¡Ya no te quiero!
- ¡Lo que haces por mí es tu obligación, me lo debes!
- ¡Yo no pedí nacer!
- ¡Eres una madre/padre terrible, arruinaste mi vida!
Frases fuertes sin duda, que provocan la angustia y el miedo de los padres, pero que no tendrían ningún valor de no ser por la culpa y la amnesia autoimpuesta; volviendo a los hijos débiles y dependientes. Sin importar cuanto se esfuercen los padres estos niños tiranos siempre encontrarán el modo o el medio para exigir más, para sentir que nada es suficiente para ellos y que todo lo merecen, porque sus padres se los deben, entonces ¿son estos niños-jóvenes, capaces de amar a sus padres?, ciertamente la respuesta es no.
Sin respeto no hay amor posible, el conferenciante Yokoi Kenji (2020), establece la necesidad de recuperar el respeto de nuestros hijos, porque esto conlleva a la verdadera muestra de amor por ellos, al ponerles límites y establecer reglas se les está brindando la oportunidad de crecer emocionalmente, evitar que crezcan creyendo que la manipulación y la agresión (verbal o física) son las formas correctas de manejarse en el mundo real, personalmente creo que debemos quedarnos con la frase del Sr. Kenji (2020):
“¿Quién le dijo que tiene que amarme?, yo lo amo porque es mi hijo, pero usted me tiene que respetar… el negocio es este: yo lo amo y usted me respeta, y porque lo amo, no le permito ir a la fiesta porque no puedo premiar su mal comportamiento”.
Cuando los padres se vuelven mendigos del cariño de sus hijos, estos encuentran una grieta emocional en un adulto que van a aprovechar para manipularlo y sacar provecho, por ello el cariño no se mendiga, se tiene o no, ser padre no es fácil, nadie dijo que lo fuera, pero si bien es cierto que ser padre es una felicidad es sobre todo una responsabilidad, de educar y formar a otro ser humano, responsable, ético y capaz de funcionar en la sociedad como un individuo productivo y RESPETUOSO; fallar en esta tarea esencial llevará a consecuencias –muchas que estamos viviendo ya-, que serán desafortunadas no solo para los padres o los hijos que han caído en esta dinámica, sino que será perjudicial para la sociedad en conjunto.
Niños de cristal… hombres y mujeres de papel.
La humanidad está viviendo uno de los momentos más obscuros en su historia, la próxima generación será emocionalmente más frágil que cualquiera que se haya visto jamás, y si las cosas como se han dado hasta el momento siguen así es indudable que las siguientes generaciones estarán aún más desvalidas. Las medidas que se han tomado en años recientes, en la tendencia de ser políticamente correcto, se han convertido en la lápida de la sensatez y de lo moralmente correcto.
El movimiento de sensibilización para la crianza asertiva (1990), consideró que se debían eliminar los golpes y los gritos al educar a los hijos (UNHR, 2019), nada que objetar, se sabe bien que la violencia nunca es el camino adecuado, pero las medidas para proteger a estos niños se fueron volviendo en contra de los padres, que trataban inútilmente de mantener su autoridad, mientras los niños de entonces gritaban y exigían sus derechos, olvidando que para contar con ellos también debían cumplir sus obligaciones. Esos niños crecieron sin límites apropiados para funcionar en la sociedad, como tiranos que aprendieron a imponer su voluntad a través de la violencia o individuos dependientes que culpaban a todos de su carencia de carácter; que al convertirse en padres de esta nueva generación han proyectado inconscientemente todos los conflictos sin resolver de su propia personalidad (Chávez, 2008b).
Esta generación de hombres y mujeres de papel se han convertido en títeres de sus hijos, viviendo agobiados constantemente por la culpa y el miedo a no ser amados por ellos; que no son capaces de imponer límites y disciplina por miedo a traumarlos o a quedarse solos, pero el origen de este miedo se deriva de tres factores (Franco, s/f):
La influencia social: El miedo al qué dirán: Tratar de mantener una relación dañina, que nos hace infelices o declaradamente violenta, es una reacción común en la actualidad. La razón principal es el peso de la crítica social, a ser señalados por nuestros iguales como malos padres, malos esposos, mala persona, etc. Los estereotipos sociales aún imponen presión sobre los individuos, llegar a cierta edad y no estar en pareja o no tener descendencia, desencadena las críticas de nuestro entorno social, así los padres de papel prefieren ceder su autoridad en la justificación poco realista de no traumarlos, de no enfadarlos o de hacerlos felices.
Exceso de responsabilidad, autoexigencia o perfeccionismo: El miedo a fracasar. Los estereotipos que nos ha impuesto la sociedad actual dictaminan muchas veces un nivel de logro y perfeccionamiento imposible de alcanzar para la gran mayoría de nosotros. La necesidad de ser exitosos en cada etapa de nuestras vidas, se vuelve una carga emocional que agobia constantemente, provocando sentimientos de ansiedad, impotencia o rabia. El ejemplo del padre/madre profesionista/emprendedor exitoso, que además tiene unos hijos siempre ocupados en el desarrollo personal, estudiosos, deportistas, artistas y bien educados, perfecta ama de casa o perfecto hombre de hogar, altos, esbeltos, rubiecitos y de apariencia de modelos en todo momento, que transita por la vida en un estado de calma y felicidad total cercana a un santo, es perfecta como anuncio de una compañía de seguros o de una película, pero que en la vida real no funciona.
La dependencia emocional: El miedo al abandono. En la sociedad mexicana, se ha convivido desde hace muchas décadas en familias extensas o familias muégano[4]. Formados por uno o más tipos de familia conviviendo en el mismo lugar, en el que comparten espacios hasta tres generaciones, por ejemplo: abuelos, padres, hijos y hasta nietos (López, 2016). En estas familias se vive la dependencia emocional y social entre sus miembros, los abuelos por lo general son los cuidadores sin retribución económica de hijos y nietos, los padres y en ocasiones los hijos son proveedores económicos y los nietos permanecen en muchas ocasiones adheridos a la familia después de la mayoría de edad, aumentando los miembros con sus propias parejas e hijos. Situación que está motivada en ocasiones por necesidades económicas, pues los salarios percibidos por los miembros, por si solos no permiten un nivel de adquisición mínimo adecuado, pero al reunirlos permiten aumentar el poder adquisitivo un poco más; pero en la mayoría de los casos es más por contar con un apoyo emocional y por delegar la responsabilidad de las decisiones en el cabeza de familia.
En el entorno actual de fragilidad emocional, de trastornos de ansiedad y depresión continua, estos fallos de carácter son explotados por otros: hermanos, padres, amigos, parejas y más preocupante, por los hijos. Desde pequeños los niños son observadores y muy inteligentes, a través del ensayo y error aprenden desde lo más esencial, gatear, agarrar, sentarse, etc. hasta lo más complejo, como comportarse, cómo comunicarse y sobre todo como conseguir satisfacer sus necesidades y deseos. El llanto es el primer mecanismo de un bebé para llamar la atención de sus cuidadores sobre sus necesidades más básicas, comida, sueño, etc., conforme crece y desarrolla destrezas de comunicación como el lenguaje oral y escrito, esta conducta debería desaparecer; lo mismo pasa con las rabietas o berrinches; es una respuesta natural del niño pequeño ante la frustración de no conseguir algo que desea; pero en los niños de cristal estas conductas no desaparecen, sino que se acentúan, marcando pautas de conducta que les permite manipular a otros para conseguir lo que quieren, así se lo merezcan o no.
Los padres de papel, se ponen a temblar, se sienten culpables y hasta lloran ante estas conductas de sus hijos, y para acallar estos sentimientos se apresuran a satisfacer las demandas de sus retoños; pero los bebés crecen y con ellos la magnitud de las rabietas y exigencias; lo que comenzó siendo la demanda de un juguete o postre entre comidas, termina siendo una exigencia continua de permisos, regalos, ropa de marca, celulares, autos y así sucesivamente. Esta situación se va convirtiendo en una interacción que refuerza los comportamientos de padres e hijos, haciendo infelices a todos, los padres ya no encuentran como poner fin a las demandas crecientes de sus retoños, que los deja exhaustos física, económica y emocionalmente. Esta no es una situación sin salida, claro que es posible corregir estas actitudes, pero es necesario el compromiso total de las partes, para aceptar que existen problemas, fallos de carácter y sobre todo para reconocer que los límites y la disciplina también son demostraciones de amor y protección.
En conclusión
La sociedad actual está viviendo en un estado de pasotismo[5], pero no es por la falta de compromiso ante lo que está mal en el comportamiento de los demás, sino la necesidad de evitar problemas con otros. Hemos visto un incremento sin parangón en casos de personas, tanto adultas como jóvenes, que causan escándalos en restaurantes, lugares públicos y por supuesto en sus hogares, son protagonistas de videos virales, burlas y descalificaciones, que más que remediar la situación, les da protagonismo a estos tiranos emocionales; poca gente se atreve a intervenir por miedo al ridículo, por vergüenza a verse relacionados con estos individuos o por temor a ser agredidos físicamente y resultar lastimados. Cuando los protagonistas de estos espectáculos públicos son niños pequeños, nos negamos a intervenir porque, aunque vemos a los padres siendo agredidos, vulnerables y avergonzados por el comportamiento de sus retoños, nos preocupa que estos padres descarguen en nosotros su frustración y lo peor que nos pidan de mal modo que no intervengamos en la forma en que educan a sus hijos. Para lograr un cambio se proponen los siguientes puntos:
Reconocer que se tiene un problema: Se necesita entonces determinar qué tipo de padres están criando a estos niños de cristal, como vimos anteriormente las proyecciones de lo que el niño és y la forma en que se comporta, es generalmente un espejo de uno o ambos padres, a saber: el niño tirano, egoísta, violento y vengativo generalmente refleja la actitud de sus padres; igual que el niño llorón, auto victimizado, de baja autoestima y cazador de culpas, que aprendió estas pautas de comportamiento de sus progenitores. Estas actitudes, al igual que cualquier vicio, requiere por fuerza que se reconozca en lo personal, que se tiene un problema; de otro modo no se puede hacer una intervención adecuada si solo una de las partes reconoce sus fallos, si por ejemplo son los padres los que llevan a sus hijos a terapia de comportamiento, y son ellos mismos los que continúan reforzando estas conductas negativas en el hogar; o si los hijos se quejan del comportamiento de sus padres sin reconocer que ellos también están cometiendo errores.
Aceptar las propias limitaciones: Las ilusiones de la familia perfecta, la familia de película que nunca tiene desavenencias, y a la que todo le resulta bien como por arte de magia es solo una falacia. La vida real está llena de situaciones que nos desagradan, nos enojan, nos enfrentan unos a otros en discrepancias de opinión; pero esto no te convierte en una mala persona, tener una opinión diferente a la de tu pareja es razonable y generalmente hasta saludable, siempre que estos desacuerdos no lleguen a mayores y se resuelvan mediante el dialogo y acuerdos que satisfagan a ambas partes. Así entonces, si los padres que trabajan ocho, diez, doce horas diarias, para llevar el sustento al hogar o por deseos de superación; deben ser capaces de reconocer que después de una larga jornada de trabajo no pueden pasar tiempo de calidad con sus hijos, que si llegan de trabajar a una hora en que los niños ya deberían, o están dormidos, no pueden despertarlos para darles tiempo, o permitir que permanezcan despiertos hasta horas impropias para no sentir culpa por el tiempo que no se le dio en el día; porque entonces estarían reforzando una actitud permisiva y poco apropiada en los menores. Aceptando las limitaciones como padres, es mejor seguir la premisa de calidad sobre cantidad, si por lo general se cuenta con un día de descanso por semana o al menos medio día, podemos comprometernos a pasar ese tiempo con nuestros hijos, sin presiones, sin cansancio, pero sobre todo sin culpa. Lo mismo pasa con las demandas de cosas materiales que nos hacen los niños, en ocasiones solo piden para saber hasta dónde se encuentra el límite, por ello es necesario que se acepte que no siempre se les puede dar todo lo que quieren, y sobre todo que no es bueno para ellos recibir, todo lo que piden sin esforzarse por nada.
Tirar todo lo que no sirve: El miedo es una respuesta primordial del cerebro ante una situación peligrosa, que nos prepara para la lucha o la huida, este reflejo de nuestro cerebro es útil en la vida cotidiana, pero cuando esta respuesta se desencadena constantemente y sin razones válidas, se convierte en estrés, que al igual que la culpa son sentimientos y emociones que no son útiles; pues con el afán de quitarse las sensaciones que provocan estos sentimientos, se suelen tomar las peores decisiones. Ante el temor de traumar a los hijos, o la culpa por no darles tiempo, dinero o permisos, se suele caer en la trampa de ceder a las demandas de los niños y no tener el sentido común o la fuerza de carácter para evitar caer en un patrón de conducta, en el que, aunque los niños sientan que se salen con la suya, en realidad todos pierden. Cada vez que venga la culpa, es necesario preguntarse si lo que te piden tus hijos puede ponerlos en riesgo a ellos o a otros, si es necesario para su bienestar inmediato y si lo que solicita puede esperar o incluso puede ser negado por no ser importante, si no es necesario, no lo pone en riesgo real, o no es apropiado para ellos, entonces es mejor arrojar al bote de basura los sentimientos inútiles como la culpa y el miedo, entender que los niños no se van a traumar solo porque no llegues corriendo a satisfacer sus demandas.
Desde el principio hay que establecer rutinas, límites y reglas: Un niño, sobre todo uno pequeño, debe saber que existen reglas y límites en los que puede o no hacer, es muy triste y preocupante ver a los padres festejar y hasta alentar el mal comportamiento de sus hijos; niños pequeños que agreden a otros, ya sean niños o adultos, que dicen malas palabras o que hacen rabietas o amenazan con lastimarse a sí mismos para conseguir lo que quieren, mientras los padres alientan estos comportamientos, mediante risas y aplausos. No es posible corregir un mal comportamiento, con una recompensa y para un niño pequeño la risa y el aplauso de sus progenitores son la mayor recompensa; entonces al establecer la diferencia entre lo bueno y lo malo es necesario hacerlo de manera tranquila y sencilla. Las reglas y rutinas permiten dar seguridad al niño, saber que existe control en sus vidas, les hace sentir parte de un todo; lo mejor es que a través de las rutinas se logra una mejor administración del tiempo que se puede pasar con ellos. Sobre todo, no es necesario deshacerse en explicaciones, los niños pequeños no las necesitan, ni las comprenden y tratar de justificar el rol como padres puede confundir a los niños; solo y solo si preguntan, se les debe dar una explicación sencilla, por ejemplo: “tienes que dormir temprano porque eres un niño y necesitas dormir más para crecer grande y fuerte”; o “no puedes comer todos los dulces porque te enfermarías, y porque me importas te cuido”.
Ser padre puede ser agobiante, es lógico sentirse mal en ocasiones; somos humanos con limitaciones y potencial, capaces de hacer un gran trabajo y también susceptibles a equivocarnos. Lo importante es hacer nuestro mejor esfuerzo, aceptar nuestros errores y perdonarnos por ellos, pero sobre todo comprometernos a corregirlos. Debemos recordar que el papel de padres es un compromiso de varios años, para formar seres humanos, responsables, independientes y capaces de funcionar en la sociedad; pero que no debe convertirse en una condena de por vida, un hijo que ha llegado a sus veintes o treintas de edad y que aún depende de sus padres para todo, es una carga para ellos y para sí mismo. Llegar a la edad madura, cuando los padres deberían disfrutar de los frutos de su esfuerzo, con obligaciones autoimpuestas de seguir siendo proveedores de los hijos mayores e incluso de sus nietos, es una situación que se debe evitar a toda costa, permitir que los hijos cometan errores y aprendan de ellos es la principal obligación como padres y madres que aman y protegen.
“Declaro que el presente documento es de mi autoría y no ha sido publicado con anterioridad en algún medio impreso digital. Así mismo autorizo su uso a Revista digital Kuchkabal bajo licencia Creative Commons.”
Fuentes de Consulta
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[1] El síndrome de Burnout o síndrome de “estar quemado” consiste en un estado de agotamiento físico, mental y emocional causado por el cansancio psíquico o estrés que surge de la relación con otras personas en un dificultoso clima laboral (Labrador, 2017).
[2] El síndrome del niño abandonado es una condición psicológica que resulta de la pérdida de uno o ambos padres, se origina por el abandono físico o emocional, causando daño psicológico o incluso físico en los niños (Roa, 2018).
[3] Las personas que presentan este síndrome tienen dificultades para renunciar a ser hijos y pasar a ser padres. En otras palabras, son personas que no han podido alcanzar la suficiente madurez emocional y autonomía personal como para desenvolverse de forma adulta en la vida. El síndrome de Peter Pan, caracteriza, a los adultos que todavía tienen la mente de un niño. Existe un gran número de personas adultas que manifiestan comportamientos emocionalmente inmaduros. Este síndrome afecta a personas dependientes que han gozado de demasiada protección por sus familias y como consecuencia no han desarrollado las habilidades necesarias para afrontar la vida (D´Agostino, 2018).
[4] Llamadas así por su similitud con el típico dulce mexicano formado por frituras de trigo unidos por un dulce de piloncillo semiendurecido en forma de pequeñas bolas n.a.
[5] m. coloq. Actitud propia del pasota. Indiferente ante las cuestiones que importan o se debaten en la vida social (RAE, 2019)
Lorena Ocaña Pérez es Licenciada en Pedagogía por la Universidad Nacional Autónoma de Mèxico